Por lo que había leído sobre las experiencias con las mezcalina, estaba convencido por adelantado de que la droga me haría entrar, al menos por una cuantas horas, en la clase de mundo interior descrito por Blakey y A. E. Pero no sucedió lo que yo había esperado. Yo había esperado quedar tendido con los ojos cerrados, en contemplación de visiones de geometrías multicolores, de animadas arquitecturas llenas de gemas y fabulosamente bellas, de paisajes de figuras heroicas, de dramas simbólicos, perpetuamente trémulos en los lindes de las revelación final. Pero no había tenido en cuenta, era manifiesto, las idiosincrasia de mi formación metal, los hechos de mi temperamento, mi preparación y mis hábitos.
Soy y, en cuanto puedo recordar, he sido siempre poco imaginativo. Las palabras, aunque sean las preñadas palabras de los poetas, no evocan imágenes en mí. No tengo visiones en los lindes de sueño. Cuando recuerdo algo, la memoria no se me presenta como un objeto o un acontecimiento que estoy volviendo a ver. Por un esfuerzo de voluntad puedo evocar una imagen no muy clara de los que sucedió ayer por la tarde, del aspecto que tenía Lungamo, de como era Bayswater Road cuando los únicos Ómnibus eran verdes y pequeños y avanzaban, tirados por unos viejos caballos, a tres millas y media por hora.
Pero estas imágenes tenían poca sustancia y carecen en absoluto de vida autónoma propia. Guardan con los objetos reales y percibidos la misma relación que los espectros de Homero guardaban con los hombres de carne y hueso que iban a visitarlo a las sombras. Sólo cuando tengo mucha fiebre adquieren mis imágenes mentales una vida independiente. A quienes posean una imaginación más viva mi mundo interior tiene que parecerles necesariamente gris, limitado y poco interesante. Este era el mundo -poca cosa, pero cosa mía - que esperaba ver transformado en algo completamente de sí mismo.